La lactancia materna y el comportamiento maternal existen desde que el ser humano está en la Tierra. No tenemos que justificar sus beneficios y ventajas como si fueran el lujo que debemos alcanzar, pero sí que debido a la moda de hace unas décadas de sucedáneos de la leche materna, ha ido creciendo últimamente el número de investigaciones al respecto. Por otro lado, el profundizar en las raíces de los trastornos mentales y la salud nos ha llevado a mayor conocimiento de las funciones fisiológicas relacionadas con el maternaje.

Partimos de la base que una mujer se siente madre desde el momento de saberse embarazada. Esto ha podido encontrar su reflejo en la biología: según unos estudios llevados a cabo con ratas por investigadores en Singapur, China y Japón, las células del bebé durante el embarazo emigran al cerebro de la madre, sin saber aún cómo, atraviesan la barrera hematoencefálica y se agrupan en aquellas zonas cerebrales con daño. Parece ser que estas células fetales son precursoras de otras células (neuronas, astrocitos, oligodendrocitos, macrófagos) y pueden permanecer en el cuerpo de la madre hasta 27 años después del nacimiento (Xiao-Wei Tan et al, 2005). En nuestro país, el equipo de Natalia López Moratalla ha llegado a los mismos descubrimientos. Por lo tanto, podemos afirmar que el bebé siempre estará presente en la madre, cambiando la neurobiología cerebral y que el vínculo madre-bebé está ya programado.
Por otro lado, se ha comprobado que la conducta materna se transmite a lo largo de 3 generaciones. Cuanto más cuide una madre a su criatura, mejor cuidará ella de sus nietos.

A lo largo del embarazo, el cerebro de la mujer está inundado de neurohormonas manufacturadas por el bebé en formación y por la placenta. El tamaño del cerebro de la mujer embarazada cambia. No es que pierda células, se encoge por efecto de los cambios metabólicos, para reestructurar los circuitos del cerebro: para convertir carreteras en autopistas, en aquellas áreas que desarrollarán el cerebro maternal.

El cerebro de la madre se prepara para el momento del parto. Cuando se inicia, se inunda de oxitocina, la hormona del amor. El comportamiento maternal se establece en el nacimiento como respuesta de la estimulación de la vagina y el cérvix hacia el cerebro durante el parto. Cuando la cabeza del bebé pasa por el canal del parto, se disparan más aportaciones de oxitocina al cerebro, activando nuevos receptores y creando centenares de nuevas conexiones entre las neuronas. El resultado del parto puede ser la euforia inducida por la oxitocina y la dopamina, así como los sentidos incrementados del oído, tacto, vista y olfato que tanto tendrán que ver con el vínculo con la criatura. Así pues, son pruebas de que el cuerpo y el corazón de la madre están biológicamente programados para acoger al recién nacido. El olor de la cabeza, la piel, el culito de su recién nacido, quedarán químicamente implantados en su cerebro de manera que será capaz de distinguir el olor de su bebé entre otros en un 90% de los casos, según algunos estudios.

Se ha comprobado también que la exposición a otros olores reduce la sensibilidad olfativa, incidiendo, pues, en el reconocimiento de y en la conducta maternal en mamíferos. En estudios con ratas se ha visto que alterar el olor de las crías al nacer se interfiere en la búsqueda del pezón y en la primera succión, pudiendo dificultar la lactancia.
Aunque se ha estudiado en animales, se sabe que las primeras experiencias de relación con su criatura de una madre son responsables de su conducta maternal más allá del periodo postparto. Hay una memoria maternal relacionada con cambios a largo plazo en el cerebro, se ha demostrado una generación de neuronas en las áreas del cerebro responsables.
Existen una serie de hormonas implicadas en el parto y la lactancia: oxitocina, prolactina, adrenalina, endorfinas, dopamina que funcionan también como neurotransmisores. Las estructuras cerebrales implicadas pertenecen al llamado cerebro primitivo.

Se ha podido saber que el cerebro maternal es plástico: se ha demostrado que la experiencia materna altera la neuroquímica, la sinaptogénesis, la gliogénesis y la neurogénesis

Hay una relación muy clara entre lactancia y estrés. Los estudios sugieren un incremento de la modulación cardiaca parasimpática y una disminución de la respuesta cardiaca simpática ante estresores cortos durante la lactancia materna exclusiva. Unos investigadores canadienses dirigidos por Michael Meaney en el 2004 descubrieron que los estímulos corporales vinculados con los cuidados maternales en ratas (lamer y mamar) activan en el cerebro la reproducción de un gen antiestrés (CRH), con el que todos nacemos pero que se haya inactivo. Los autores sugieren que los gobiernos tendrían que promocionar la lactancia materna para salvaguardar la salud mental de sus ciudadanos.

La lactancia materna y los cuidados maternales también influyen en el cerebro del bebé. Las situaciones de estrés hacen segregar cortisol. Un exceso de cortisol influye negativamente en otras áreas del cerebro, en concreto, en el córtex prefrontal. Los bebés nacen con la expectativa de que alguien gestione su estrés: si se les acuna, da caricias, alimento (lactancia!!) se mantienen bajos los niveles de cortisol. Las personas que han sido acariciadas y cogidas en brazos, químicamente han aprendido a “gestionar” su cortisol. Se ha visto que el contacto del bebé con otras personas activa el sistema motivacional del cerebro.

Por otro lado, la relación entre seres humanos puede equipararse con una enfermedad adictiva: la presencia materna, tranquilizadora del recién nacido origina una descarga de opiáceos que suprimen los sentimientos de angustia y producen una sensación de euforia. Por eso, ante la ausencia de la madre, los bebés protestan.

Las primeras experiencias estimulantes, atenciones amorosas y sensibles del primer año de vida pondrán en marcha el sistema oxitocínico del cerebro, responsable de las manifestaciones de ternura, amistad hacia otras personas a lo largo de la vida.

Más cosas sobre el cerebro en desarrollo: el córtex orbitofrontal está relacionado con la “inteligencia emocional”. Se desarrolla en la etapa postnatal y depende de las experiencias del bebé con su entorno. Se desarrolla cogiéndolo en brazos y disfrutando del bebé.

La vista, el olfato, el tacto son fuentes de placer para el bebé, o lo que es lo mismo, son beta-endorfinas y dopamina que estimulan crecimiento de neuronas en esta zona y de tejido cerebral. Así que, un gran número de experiencias positivas da lugar a más conexiones cerebrales, por lo tanto, más rendimiento y más habilidad para usar áreas específicas del cerebro.
Y aún hay más. La dependencia del bebé con su madre facilita un fuerte vínculo social que genera la actividad bioquímica que ayuda al desarrollo de las conexiones neuronales y al crecimiento del cerebro. Los vínculos sociales protegen de las reacciones de miedo y ansiedad, ya que el vínculo desarrolla el contacto entre el córtex prefrontal y la amígdala, relacionada con el miedo.

El dar de mamar inactiva la respuesta de estrés de la madre; su amígdala segrega menos hormona liberadora de corticotropina; la prolactina también da tranquilidad. El estado de la mente mientras da de mamar le proporciona más capacidades para calmar al bebé y mantener su estrés bajo control.
Por otro lado, dar el pecho proporciona ácidos grasos esenciales. Estos intervienen en la producción de neurotransmisores como la dopamina y la serotonina. Se ha relacionado bajo nivel de estos ácidos grasos con la depresión.
Estos son sólo algunos datos que nos demuestran una vez más que la maquinaria humana está perfectamente diseñada y que lo que tendríamos que hacer es permitir, crear el espacio, para que ella misma siga su fisiología. Pero también se sabe que una infancia desgraciada no determina la felicidad en la vida, que los humanos, el cerebro, siempre tiene capacidad para resistir cualquier acontecimiento por duro que sea.

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Cristina Silvente
Psicóloga perinatal