8 años, 4 meses y 7 días ininterrumpidos de lactancia.

Una quinta parte de mi vida.

Una parte fundamental de mi vida y de mi trabajo.

Una experiencia vital que me abrió la puerta a una dimensión que no imaginaba.

Una realidad que me ha permitido conocer algo más  la esencia de los seres humanos.

Una vivencia que me recuerda que no todas las que quieren pueden y que no todas las que pueden quieren. Y que algunas ni se plantean si quieren o pueden porque es lo que hay.

Una determinación a contribuir, en mi medida, y con un profundo respeto, a que más de las que quieren puedan y a que más de las que pueden quieran.

He visto lágrimas por amamantar y lágrimas por no amamantar.

He juzgado ambas lágrimas.

Y doy gracias por haber aprendido a no hacerlo.

Por haber aprendido que solo sé un poco de lo que pasa.

Que ese poco que sé, o creo saber, no es suficiente para juzgar.

Y que  aunque lo supiera todo, que nunca es el caso, juzgar no es mi papel.

Hoy, ocho años y pico después de aquellos muy torpes y pretenciosos inicios, creo que sí soy un poco más sabia y algo menos soberbia con respeto a la lactancia, la mía y la de otras personas.

Hoy sé que nadie salva las lactancias salvo cada madre y cada bebé.

Pero sé que para eso se necesitan muchas cosas que no se dan siempre de forma espontánea.

Y sé que por eso trabajo, para que mi labor sea valiosa y efectiva, y valorada y respetada y remunerada, pero por lo que es.

No quiero ser una gurú de la teta.

No quiero que cada madre que me ha preguntado o que he asesorado crea que debe decirme gracias» cada vez que me ve.

No quiero ser «la que más sabe de teta».

Quiero seguir planteando más preguntas que ofreciendo respuestas.

Quiero tener que dedicarme a otros trabajos porque este ya no sea necesario.

Quiero que no haya voluntarias ni profesionales de la lactancia.

Y sobre todo quiero, que mi hija amamante porque  sepa y quiera y pueda.

Y que cuando yo me atreva a darle algún consejo me diga:

«Gracias mamá, nos va bien así»

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