Esta situación es más frecuente de lo que pensamos.
De hecho, a pesar de estar prohibido usar la violencia física con los niños (y con cualquiera, de hecho) tenemos tan interiorizado el cachete, la tortita y la nalgada que solo hay que mencionar en público que a los niños no hay que pegarles para que surjan como las setas comentarios del estilo:
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  • Por un cachete no pasa nada y se evitan muchos problemas
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  • Os estáis pasando con lo de los derechos a los niños
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  • Así están los niños ahora que hacen lo que quieren con tanto respeto y tanta contemplación
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  • Eso, tú no les des una torta ahora  y ya verás cómo se te suben a la chepa
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  • Ya te arrepentirás cuando te peguen ellos a ti de adolescentes
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Círculo vicioso de la violencia

Círculo vicioso de la violencia

Todas esas frases las he leído no hace mucho en distintos muros de redes sociales, y oído en restaurantes y parques.
No hace mucho escribí un artículo titulado : Qué es violencia donde ya hablaba de esa aceptación de violencia en la que vivimos.

Hoy quiero hablar de cuando la violencia no es en general, sino sobre nuestros propios hijos de la mano de nuestros familiares. 

Estos casos son especialmente delicados porque con alguien extraño  podemos optar por evitar todo contacto, pero en el caso de la familia, el niño va a estar expuesto a su compañía de forma más o menos habitual. Es muy importante por tanto saber zanjar el tema para no someter a estrés innecesario a todas las partes implicadas.

Mi generación fue criada por madres y padres criados a su vez por una generación que tenía totalmente interioridad la violencia como método de educación. No sólo las tortas o nalgadas eran sinónimo de disciplina, en muchos hogares había incluso las palizas habituales.  Romper la espiral de la violencia es realmente difícil y lo normal es actuar según actuaron con nosotros, de ahí que aún hoy se justifiquen muchas de esas actitudes violentas en aras de la educación y el bien del niño.

Nuestros padres, hoy abuelos, puede que se hayan «dulcificado» con los años, o al ver  que nosotros hemos decidido criar con respeto a nuestros hijos.  O puede que no. A veces nuestra elección nos cuesta discusiones y críticas dentro de la propia familia. Algunos abuelos ven en nuestra opción no violenta  un ataque no verbal hacia lo que ellos hicieron. Aunque no les juzguemos nosotros directamente, ellos mismos se sienten juzgados al demostrarles que se puede, al menos intentar, criar sin violencia.

El trabajo de asumir las acciones propias, aunque provengan de la ignorancia y de las propias vivencias y cargas personales, es personal e intransferible. Y es necesario para romper la espiral. Nosotros no podemos hacer por ellos más que hacerles saber que no les juzgamos, pero que eso no significa que estuviera bien lo que hicieron. No estuvo bien. Merecíamos ser protegidos,  no golpeados. Y como niños no pudimos evitar sufrir violencia pero como padres de nuestros hijos sí podemos impedir que se la infrinjan a ellos.

Si deciden  trabajarse ese tema, bien por ellos. Si no,  es algo con lo que tendrán que cargar ellos, no nosotros.

La maternidad nos da la oportunidad de replantearnos nuestras propias vivencias y hacer un trabajo de aceptación y perdón. Lo que no nos da es cancha para justificar lo injustificable por muy aceptado que esté familiar o socialmente. Esa falsa lealtad hacia nuestros padres es en realidad deslealtad hacia nuestros hijos.

Si seguimos justificando lo que nos hicieron, en realidad estamos perpetuando el círculo de violencia del que provenimos.

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Si nuestros padres tratan a nuestros hijos con falta de respeto y  violencia nuestra primera obligación es para con los pequeños. Nuestra responsabilidad como padres es protegerlos y hacerles sentir seguros. Máxime ante personas allegadas.  La peor violencia es la que se recibe amparada en el cariño o la cercanía. No hay peor cicatriz que la del daño que nos hizo «quien nos quería». Es hasta sádico que aún sigamos creyendo en aquello de: «quien bien te quiere te hará llorar» aplicándolo a los castigos.

No hay razón que justifique que un adulto pegue a un niño.
No hay razón que justifique que nosotros lo toleremos.
No hay razón que justifique no intervenir y ponerle fin.

 

 

Debemos hacer saber a cualquiera que tenga trato con nuestro hijos que no vamos a tolerar abusos, ni insultos, ni amenazas, ni chantajes, ni violencia de ningún tipo.

Nuestros hijos se sentirán seguros, valorados y respetados cuando vean que nosotros velamos porque los demás les traten como merecen.
Su autoestima se forja de la opinión que tienen sobre sí mismos, y ésta se forma principalmente por la manera en que son tratados primero por su entorno cercano.

Puede que nuestros hijos a veces hagan cosas que molesten o enfaden a los abuelos, a otros familiares y/o amigos.

No estamos justificando ningún comportamiento, sino aclarando que no hay excusa para perder el control y ejercer violencia. La violencia no educa, la violencia engendra violencia y daña la autoestima.

 

  • Si el comportamiento del niño no es el adecuado, la solución no pasa por comportarnos nosotros peor aún.
  • Si el niño ha hecho algo que el adulto considera «grave», como padres debemos asumir la responsabilidad de disculparnos, explicarle  que es normal que esté molesto, que estaremos al tanto para evitar que se repita, y que dentro de la capacidad del niño hablaremos con él para que entienda que lo que ha hecho o dicho ha causado malestar.
    Pero dejaremos claro que no vamos a castigar al niño o a ridiculizarlo delante de otros a modo de escarmiento para que el adulto se sienta mejor.
  • Si el niño no tiene aún capacidad de razonar, no podremos razonar aún, sólo nos queda cuidar nosotros que su comportamiento no sea irrespetuoso para con el resto de personas en el lugar.  Que no se ha da él mismo ni se lo haga  a nadie más.
  • Si tiene capacidad de razonar podemos hablar con él aparte o decirle que trataremos ese tema cuando estemos solos.

Los conflictos con los familiares no directos son una gran fuente de aprendizaje social.  El niño aprende que hay otras formas de  vivir y de ver las cosas, que en cada casa aplican una serie de normas y que uno va adaptándose según la situación. Pero a la vez aprende que hay principios morales que están por encima de toda norma particular y una de ellas es el respeto a las personas.
Si la abuela se enfada porque Pablito ha roto un jarrón,  hay varios puntos a analizar antes que dar una torta a Pablito:

  • Niños pequeños y jarrones valiosos en un mismo cuarto son una mala combinación
  • Niños aburridos y/o desatendidos y jarrones valiosos en un mismo cuarto  son una  combinación aún peor
  • A los adultos también se nos caen y rompen cosas y nadie nos presupone maldad intrínseca ni nos pegan por ello
  • Ningún jarrón vale más que la dignidad de una persona

Es un ejemplo que puede parecer anecdótico, pero he visto adultos devolviendo un mordisco a un niño de 2 años o en pleno intercambio de golpes argumentar que el niño empezó primero.

Si nosotros como adultos no controlamos la ira, es totalmente surrealista, pueril e inconsecuente enfadarnos porque no la controla un niño pequeño. No podemos castigar a alguien por no hacer lo que nosotros tampoco hacemos con mucha más madurez.

Así que resumiendo:

Con la violencia no negocio: TIPS

Muchos padres hemos asistido entre perplejos e incrédulos a escenas entre nuestros padres y nuestros hijos que nos han mostrado una cara amorosa y amable que quizás desconocíamos de ellos. Los bebés y niños tienen la maravillosa capacidad de sacar también lo mejor de las personas, sobre todo cuando hay amor por medio.

Así debería ser siempre.
Mientras, hagamos nuestra parte y contribuyamos a criar sin violencia, sin ejercerla y sin tolerarla.